¿Podrán los actuales cambios sociales, proporcionarnos el derecho al anonimato en los desplazamientos urbanos?

Cambia el clima, –cambiamos el clima– la hora, las formas de relacionarnos cambian –nos vemos en el chat, nos escribimos en el “face”, te mando un “whatsapp” a las seis, te “retwiteo”, te envío un mail, te agrego en LinkedIn, hacemos conferencia vía Skype. Quedamos para el café, en el café miramos todos una micro pantalla donde estamos quedando con otra gente para vernos después y seguir mirando la misma pantalla. No vemos el evento deportivo porque tenemos que filmar, o hacer la foto para colgarla al instante en Flickr o Instagram. No nos damos cuenta cuando se escondió el Sol. Estábamos mirando por un objetivo reducido, había que capturar el momento para relacionarnos después. Se opina si gusta o no lo que se ve, se oye y se lee. Reproducimos con mucha facilidad estructuras de poder y de desigualdad, opinando siempre de acuerdo a la hegemonía imperante de mujer, delgada, blanca, lista, buena esposa, buena madre, buena hija, buena empleada, buena en todo. El sentido del tiempo cambia.

 

Las necesidades básicas no cambian. Seguimos teniendo la mala costumbre de comer, de necesitar cobijo, de ejercitar el derecho a la dignidad -algunos menos que otros-.

 

Cambian las prioridades, esas sí que cambian. Cambian los protocolos, las enfermedades se multiplican –se identifican– o se generan nuevas, gracias a estos novedosos y anhelados cambios. Los juegos cambian y la forma de jugarlos también –se juega poco–.

 

Sin embargo –me pregunto– ¿cuándo vendrá el cambio en las formas, juicios, y sentencias emitidas por la población masculina de pequeñas y grandes ciudades, en el ámbito público? ¿Cuándo se guardarán sus opiniones, de jueces desconocidos evaluando ante cuestiones que no se les ha preguntado?

 

Me cuestiono cuándo podrá cualquier mujer dar un paseo cotidiano por la urbe “X”, sin temer la agresión verbal, sonora, facial, gestual, de las viriles necesidades ajenas de unos hombres aún por racionalizar.

 

Acaso servirán todos estos anhelados cambios, para modificar hábitos tan hostiles y retrógrados, sistemáticamente ejercidos por la mitad de la población–tanto los que dicen, como los y las que educan para decir, y celebran lo dicho. Porque contrario a lo que se piense, aquí el que calla comparte responsabilidades -y el que celebra también- contra la otra mitad.

 

No nos equivoquemos, decir más no es sinónimo de mejor. Aceptar abusos reiterados porque “el piropo” es parte de nuestra cultura, no nos hace sociedades más equitativas, ni más justas, ni más felices. Ni hay piropos buenos, ni hay mujeres exageradas. Estamos hablando del respeto por el otro, por la otra, el respeto por su anonimato en el espacio de lo público. Si acogemos con alentado encanto cada nuevo dispositivo tecnológico,  ¿acogeremos de una vez por todas que ser hombre no otorga derechos exclusivos para opinar sobre las características físicas y emocionales de las mujeres? ¿Aprenderán algunas mujeres que ser mujer no es sinónimo de tener que aceptar, como “normal” el reiterativo abuso verbal en la esfera pública por desconocidos? -obviamente tampoco en la privada.

 

Cuando una mujer sale de su entorno privado al público, no lo hace para ser evaluada por extraños que se apoderan del entorno urbano con sus continuas acotaciones verbales y físicas sobre las formas, matices, colores y estados anímicos de las mujeres.

 

¿Podrán los cambios sociales enseñarnos a unos y otros que la equidad se consigue desde el respeto? ¿Implementarán las continuas reformas educativas en unos estados y otros, la necesidad de enseñar a chicos y chicas que ser mujer no es sinónimo de sumisión y ser hombre no es símbolo de poder? ¿Podrán las nuevas familias enseñar en lo privado el uso del espacio público sin violentar a nuestros iguales, sean estos del género que sean?

 

No nos engañemos. Nada está aislado. Nada se da porque sí; la agresividad pública desde lo verbal que fácilmente se traspasa a la física, la violencia en el tráfico y el civismo, también se aprenden. El cuidado del entorno se vivencia desde lo privado y se hace efectivo en lo público. La violencia doméstica se educa en ambos ámbitos y se reproduce en ellos. Los hábitos, señores y señoras, se cultivan en estas familias nuevas y viejas, en estos ámbitos masculinos nuevos y viejos, en estos entornos cambiantes con pautas socialmente aprendidas y desfasadas.

 

Las ciudades, células sociales que acogen estos cambios mencionados y otros, son un excelente laboratorio para exigir el respeto a la dignidad de poder movernos libremente por el espacio, sin tener que asistir en cada expedición al más desagradable  tribunal sobre nuestra apariencia.

 

Que la lucha en la apropiación del espacio por unos y otras sea pública, no indica que no tenga mucho de privada. Que la lucha por generar espacios urbanos menos hostiles, donde la oscuridad, los escenarios deportivos netamente masculinizados, y las zonas no aptas para mujeres, se luchen desde lo público y lo institucional, no significa que no podamos hacer esfuerzos desde lo privado por entender y deconstruir ese aprendizaje de lo urbano, que ha reproducido durante décadas la desigualdad de género también en el espacio público. Otorgándole a unos la potestad de evaluar a su gusto y necesidad, y a otras, la de aceptar con sumisión y hasta simular agrado.

 

Al igual que la masculinización de los recintos deportivos obedece a esa inequidad anclada en la cultura patriarcal, que reserva la esfera pública al hombre y la privada a la mujer, la lucha por el respeto en la ciudad es una necesidad básica perteneciente a la dignidad. Una necesidad aún por alcanzar, y mucho me temo que políticas sociales como la recientemente planteada en la ciudad de Bogotá de separar vagones entre hombre y mujeres para evitar tocamientos, distan mucho de ser políticas equitativas y sociales. Carecen de lógica educativa, y se presentan más como fórmulas de legislar en pro de la cultura patriarcal que “permite” a ellos y “sentencia” a ellas a obedecer. ¿Dónde quedo lo de educar? ¿Lo de enseñar otra realidad posible? ¿Lo de cooperar por un espacio más justo?

 

Si la crisis es oportunidad y el cambio inherente al movimiento humano, la lucha pública es fundamental, la privada esencial y la legislativa necesaria.      La exigencia es por la dignidad en la movilidad espacial. La oportunidad es la de utilizar el cambio para educar. La lucha, es por la apropiación de lo urbano en igualdad de condiciones. La lucha, es la de siempre señoras y señores, la de la libertad, la de la igualdad, la del respeto.

Alejandra Mesa

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